Aquella noche, diminutos insectos se desplazaban por el canto de la antigua cocina de leña; sentado inmóvil, primero con distracción, después con detenimiento, observé su ir y venir por la arista de la pulida superficie. Me encontraba inmerso en múltiples reflexiones y llegué a preguntarme: ¿siendo tan amplio vuestro horizonte por qué os aventuráis por lo más difícil? Volví a la taza de café, di un sorbo y me levanté para observar más de cerca, su determinación por moverse siguiendo el borde era admirable.
No eran muchos, ni iban en hilera
como hormigas tras un rastro de feromonas. Se presentaban uno por aquí otro
por allá, ejecutando un movimiento lento y regular pero siempre en el borde, ¡qué
tenacidad! Permanecí un largo periodo de tiempo contemplando, esperando cambios
en la trayectoria, deseando que alguno recorriera la plancha de metal en otra dirección. No sucedió, ninguno abandonó su itinerario; de igual manera comprobé que no
variaban la ruta cuando se cruzaban dos de ellos, al contrario de lo que suponía proseguían sin alterar su recorrido. Absorto en mis cavilaciones sonreí: qué ordenados, seguro que están aquejados de alguna fobia a las superficies
amplias y despejadas, pero eso sí, no tienen vértigo, de la placa al suelo
hay ochenta y ocho centímetros, un abismo para ellos.
Ahora comprendo... ¡si alguno
hubiera variado su rumbo!, ese simple gesto que yo esperaba expectante hubiese bastado
para acabar con la curiosidad y... mi vida sería otra. En ningún momento dudé que
fueran insectos, no me interesaba saber por dónde habían salido o de dónde
venían, tampoco me importaba adonde se dirigían, sólo los contemplaba hipnotizado
por la destreza y exactitud de sus desplazamientos en el borde.
Intrigado al máximo, decidí saber qué insecto era el que se conducía de manera tan precisa y obsesiva, cuál era su orden
y especie, no en vano yo era un apasionado de la entomología. Acerqué mi rostro
para ver que podía identificar y al momento sentí una picazón leve en la
mejilla. Estaba sorprendido, uno de ellos me había picado; para ser más exacto,
me había mordido porque sentí más un pellizco que un picotazo. Fui al
cuarto de aseo a mirarme en el espejo y una vez allí pude confirmar que tenía
una marca en el pómulo, una marca que era consecuencia de un pequeño mordisco.
Regresé a la cocina para
continuar con la investigación y al instante advertí con sorpresa que los insectos ya no
estaban, que habían desaparecido. ¡Imposible, tenían que estar en alguna parte! Sus movimientos eran lentos, yo había estado fuera menos de veinte segundos,
tenían que continuar allí, ¡no podían desvanecerse! Me afané buscando una
prueba de su existencia por toda la chapa de metal, por los muebles, incluso
en el suelo. No encontré ni rastro de ellos. Desalentado reconocí que todos mis esfuerzos serían inútiles y acepté
que se habían marchado igual que habían aparecido.
Abstraído por lo singular del
suceso conjeturé que los insectos eran himenópteros, uno de los órdenes con
mayor número de especies y del que no es extraño encontrar ejemplares en los hogares. Pero no, esa hipótesis no era acertada. Ahora estoy en condiciones de
afirmar que el insecto que me mordió era un pequeño coleóptero, estoy seguro,
no albergo ninguna duda. Estaba acariciándome con suavidad la irritación de la
mejilla cuando sonó el teléfono. Será del almacén, viajo
mañana, pensé a la vez que gritaba: ¡es para mí! Ya en el dormitorio cerré
la puerta con llave y me tumbé en la cama: ¡Gregor Samsa al aparato!
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